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LOCAL

Estados Unidos: Deambulante boricua en Boston: "Es necesaria la ley marcial ya, pero a nosotros el toque de queda nos va a matar". Especial Para Cambio Social.

Por Iñaki Estívaliz
Especial Para Cambio Social. EE.UU
7 de abril de 2020

Boston, 20 de marzo de 2020.- Una de las poblaciones más vulnerables al coronavirus, la de las personas sin hogar, permanece en Boston, donde se han reportado hasta el momento 80 casos positivos al COVID-19, prácticamente ajena a la gravedad de la pandemia. Algunos, simplemente, no esperan ya nada de una vida de sufrimientos.

Otros, más informados, temen más al remedio que a la enfermedad. Este es el caso de Josué, quien lamenta que una posible reclusión forzosa de los deambulantes como él sea una sentencia de muerte inevitable.

Josué nació en Brooklyn, Nueva York, en el seno de una familia puertorriqueña, por lo que habla un español boricua más que decente. Es una de las 18,471 personas sin hogar que según un informe del Departamento de Vivienda y Urbanismo de EEUU residían en 2019 en Massachusetts.

Josué lleva siete años en las calles, a donde se vió abocado después de caer en la adicción a los medicamentos cuando en un tiroteo entre gangas resultó herido en ambas piernas.

Es uno de los pocos deambulantes, de los cientos que merodean el edificio de la Comisión de Salud Pública de Boston (BPHC, por sus siglas en inglés), que parece mantener algunas medidas de distanciamiento social.

En ese edificio presta servicios AHOPE (siglas en inglés de la organización Acceso, Reducción de daños,Prevención de Sobredosis y Educación).

“Yo me estoy cuidando. No estoy en los corillos grandes. Me limpio la herida cada tres horas”, asegura sobre un un protuberante absceso en una de sus mejillas.

Cuenta que ha dejado de ir a dormir a los albergues porque “solo escuchas las toses de los demás y ahora me dicen que es peor, todo el mundo tosiendo”.

“Le voy a hacer caso a mi doctor. Yo me quedo a dormir alrededor de las iglesias, eso es lo mejor, conozco una donde el cura me trata muy bien. Estoy peleando por mi vida”, relata.

Lamenta que la mayoría de las personas sin hogar en Boston (6,203, según el último Censo específico para esa población de la ciudad, también del 2019), no se entera de lo que está pasando con el virus ni se quiere enterar.

En AHOPE tratan de informarlos y educarlos: “nos dicen, ponen letreros, pero muchos ni los leen o no les hacen caso y tampoco quieren escuchar”.

“Ninguna de esta gente está entendiendo lo que tenemos enfrente. Están como si no estuviera pasando nada. Por ahora solo puedo pensar en mí”, expresa.

Josué recomendaría “que todo el mundo se quede en su casa”, aunque teme que “la ley marcial está bien para todo el mundo que tiene casa, pero para nosotros es peor. A nosotros nos va a matar la ley marcial. Los que tienen dónde vivir tienen más oportunidad. A nosotros, si nos llevan a sitios donde podamos estar separados ok, pero eso no va a pasar y nos van a matar (...) Es como si nos metieran en celdas para matarnos”.

“Yo sé que esto es serio porque a mí mi mai y mi pai me llaman todo el tiempo, por eso sé lo que está pasando, pero aquí nadie lo está cogiendo en serio. Aquí solo tienen el camino de la droga”, lamenta.

La justificada aprensión de Josué a los albergues está afectando negativamente su higiene: “a mí me gusta bañarme todos los días. Ahora llevo dos días sin bañarme porque yo no me meto en un shelter. Esto no me había pasado en la vida”.

Luis es un ejemplo de la falta de esperanza que planea sobre las cabezas y el ánimo de los sin techo. Nació en Waltham, un suburbio del área metropolitana de Boston, pero se crió en el barrio de Cantera, en Santurce, San Juan, tiene 46 años y lleva en la calle desde 1994.

Transcribo sus palabras directamente como salieron de su boca porque son un poema:


“Yo estoy haciendo lo mejor que puedo hacer, pero esta vida es solo sufrimiento.

Pero aquí estamos como si fuéramos un carro sin gasolina, no nos vamos a mover para ningún lado.

Porque la depresión y la adicción van de la mano, una junto a la otra.

Ahora no me preocupa nada. Uno no no sabe si va o viene. Los que estamos en esta situación yo sé que es culpa de
nosotros, pero uno no puede parar así porque sí, no es fácil y sabemos que a los que más afectamos es nuestra familia.

Es como estar jugando a la ruleta pero no con una bala sino con cuatro balas.

Yo he sobrevivido a 15 sobredosis y he tratado de rehabilitarme
25 veces, entrando y saliendo.

Unas veces me he quitado dos semanas, otras dos meses, y alguna vez uno o dos años.

Tengo miedo de que a lo mejor no estoy aquí mañana. Tengo a la muerte detrás de las orejas.

Sinceramente, en el nivel que estoy yo, no sé qué
está pasando en el mundo.

Yo no veo la televisión y duermo ahí en esa esquina, o en aquella, pienso que sería mejor estar muerto que estar vivo.

Aquí solo es mucho sufrimiento.

Yo hice un contrato con el diablo. Solo Dios me puede salvar”.



Jerry nació en Fajardo hace 43 años y llegó a Boston hace 6 años. Reconoce que aquí hay más ayudas que en Puerto Rico, “pero no tantas”.

Se queja de que los que trabajan en los albergues suelen ser haitianos que discriminan a los latinos “solo por alzar un poco la voz, y como ellos tienen el poder, tienen el trabajo, a veces se portan mal. No hay ni un puertorriqueño trabajando en los shelters. Todos son haitianos que nos tiran para la calle”.

Cuenta que deambula con su compañera, que espera detrás de él mientras habla conmigo, y que tiene una hija que es “una nena bien preciosa”. Dice que tiene más familia, pero asegura: “no les pido nada”.

Cuenta que las únicas precauciones extraordinarias que ha tomado por el coronavirus han sido: tartar de acaparar metadona, “por si nos pasa algo”; y de buscar un puente donde dormir “sin nadie alrededor”.

Jerry lamenta que los cupones ($194) no le dan para nada y que tiene que “vender cada día para vivir”.

“Estamos sufriendo, loco”, insiste.

Pero Jerry celebra los servicios de AHOPE: “nos dan jeringuillas, en una planta ayudan a las mujeres, en otra te llevan al detox (centro de rehabilitación) en un taxi que viene aquí mismo a recogerte, cada planta es para alguna ayuda”; dice mirando señalando al edificio con un punto de orgullo y aparente admiración .

Pero a esta hora, las cuatro y media de la tarde de un viernes, el edificio está cerrado, y a dos metros de donde estamos, frente a la puerta de la entrada, tras un tabique, un joven se desabrocha la correa, se la saca de la cintura, se la pone en el brazo, se la aprieta con los dientes y con la otra mano se pincha con una jeringuilla.