HOME | ACERCA | NACIONAL | LOCAL | MUNDIAL | DOCUMENTOS | CONTACTOS | ANTERIORES

MUNDIAL

Puerto Rico: Fin a la pena de muerte

EFRÉN RIVERA RAMOS
El Nuevo Día
30 de Noviembre de 2013

Anunció la prensa recientemente que el secretario de Justicia de los Estados Unidos ha decidido no autorizar las solicitudes de pena de muerte para el distrito federal de Puerto Rico a menos que se trate de los crímenes más viles.

De actuarse según lo informado, ello constituiría un triunfo importante del pueblo de Puerto Rico y de las organizaciones que han liderado la oposición a tan bárbaro castigo. Sin embargo, concurro con quienes opinan que se debe ir más lejos. No se debe autorizar la aplicación de la pena de muerte en Puerto Rico en ningún caso. Punto.

Por supuesto, sería estupendo que la pena capital se aboliera en todo Estados Unidos, como se ha hecho en la mayoría de los países del mundo. Sobran razones. Se han explicado públicamente hasta la saciedad. Entre ellas, destacan las siguientes.

La pena de muerte constituye una violación extrema de los derechos humanos más básicos. No reduce el crimen. En la media de los casos es más costosa que la reclusión perpetua. Su aplicación es discriminatoria, pues recae mayormente sobre las minorías étnicas y raciales y los sectores más pobres de la población. Se ha demostrado que los sistemas judiciales cometen errores con frecuencia, condenando a la pena capital a personas inocentes.

La ejecución es un mero acto de venganza. Niega la posibilidad de rehabilitación. Es irreversible. Causa sufrimientos injustificables a los condenados, especialmente los que se saben inocentes, y a sus familiares y allegados. Es susceptible de ser utilizada como arma política contra los disidentes y las personas estigmatizadas como indeseables. Finalmente, nadie, ni siquiera el estado, debe sentirse legitimado para disponer deliberadamente de la vida de los demás.

Si esas consideraciones y la presión internacional no terminaran convenciendo a los estadounidenses de que deben unirse a la corriente abolicionista mundial, en lo que a Puerto Rico concierne debería bastar a las autoridades federales el hecho de que nuestro pueblo se opone a esa medida punitiva drástica. Tanto que decidió prohibirla en la Constitución aprobada con aval del Congreso y el presidente de los Estados Unidos en el 1952.

Considérese, además, que la ley federal no obliga a procurar la pena de muerte en los delitos elegibles para tal sanción. La determinación de solicitarla es discrecional del ministerio público. De hecho, hay un doble ejercicio de discreción. Primero las fiscalías federales de distrito deciden si promueven su aplicación. Siempre podrían no hacerlo. De solicitarlo, no pueden proceder sin que lo autorice el secretario de Justicia de los Estados Unidos, quien tiene la facultad de negarse a autorizarla.

De ahí que haya una gran disparidad territorial en la aplicación federal de la pena de muerte a través de los Estados Unidos. Un estudio del Departamento de Justicia federal del año 2000, reveló que el cuarenta y dos por ciento de los casos sometidos al secretario para su autorización provenían de sólo cinco de los noventa y cuatro distritos judiciales federales. Cuarenta distritos no habían solicitado la pena de muerte en los cinco años anteriores y veintiuno no lo habían hecho nunca. ¿Por qué no puede ser Puerto Rico uno de esos? ¿Qué obliga a los fiscales federales asignados a este país, que repudia la pena de muerte, a empeñarse en lograr lo que no procuran muchos de sus colegas de la metrópoli?

Tampoco es que no se puedan tener en cuenta factores culturales, preferencias colectivas o fundamentos de conciencia. Todo lo contrario. Por ejemplo, la propia ley federal exime de la aplicación de la pena de muerte a determinados delitos, si son cometidos dentro de territorio indígena, a menos que el gobierno tribal lo solicite. Ello en atención a lo que el Tribunal Supremo de los Estados Unidos ha llamado la “soberanía residual” de los pueblos indígenas.

En segundo lugar, reconociendo que puede haber fundamentos de conciencia para oponerse a la pena capital, la ley también excusa de participar en los procesos conducentes a la ejecución a ciertos empleados federales o estatales que tengan objeciones morales o religiosas.

En tercer lugar, hay países que se niegan a extraditar a los Estados Unidos a acusados o testigos en casos en que pueda aplicarse ese castigo extremo. Para lograr la extradición, las autoridades federales han tenido que aceptar la condición de no imponer la pena de muerte en esas situaciones. El protocolo interno del Departamento de Justicia advierte a los fiscales que deben tener en cuenta esa circunstancia.

La exclusión de Puerto Rico de la aplicación de la pena de muerte no sería, pues, nada insólito, aun desde la perspectiva del esquema vigente. Encajaría perfectamente con las consideraciones y los valores que subyacen las excepciones mencionadas. Debe tomarse nota que en varios estados de los Estados Unidos se registran movimientos similares.

Debemos plantearnos, por otro lado, no depender exclusivamente de las decisiones del secretario de Justicia federal. Ahí está el Congreso. ¿Por qué no proponerle que excluya a Puerto Rico de una vez y por todas de la imposición de castigo tan contrario a nuestra idiosincrasia? ¿Por qué no se mueven en esa dirección la Legislatura, el Ejecutivo y el Comisionado Residente? Apoyo no les faltará.

A falta de las vías anteriores, no quedará otra alternativa que la oposición tenaz, por todos los medios posibles, de los jurados, las organizaciones sociales y el pueblo todo a práctica tan inhumana.